Nacido en Haití, residente de Toronto, el director Esery Mondesir habla sobre la vida de los haitianos en Cuba, tema de su nuevo documental «Una sola sangre», y sobre cómo inesperadamente encontró en la isla un nuevo hogar.
Esery Mondesir, escena de “Una sola sangre”, 2018. Cortesía del director.
“Tengo dos hogares pero una sola sangre,” dice Silvia Galdes en Una sola sangre, la última película del realizador Esery Mondesir, nacido en Haití y residente de Toronto. Silvia, igual que sus hermanos Silverio y Estrella, pertenece a la primera generación de haitiano-cubana de su familia y es hija de uno de los aproximadamente quinientos mil haitianos que emigraron a Cuba a principios del siglo XX.
A pesar de que los Galdes no conocieron la tierra paterna hasta que tuvieron sesenta años (y después del rodaje de la película), su familia y su posición social en Cuba siempre han estado marcadas por su haitianidad, una identidad que ellos y sus hijos van elaborando de diferentes maneras a lo largo del generoso e íntimo documental de Mondesir. A través de momentos de trabajo, descanso y celebración la película construye un retrato sutilmente profundo de una familia, un barrio y una nación.
Habiendo llegado al cine después haber hecho carrera en la enseñanza y la organización de trabajadores, Mondesir creó en años recientes un corpus modesto aunque versátil de cortos documentales, películas experimentales y narrativas híbridas. Algunas de sus obras abordan el pasado y presente antinegro de Haití y de su hogar adoptivo, Canada. Una sola sangre es su última creación. C& América Latina habló con Mondesir sobre el tiempo que pasó con los Galdes y cómo él mismo fue definiendo su propio papel en el documental.
C& América Latina: ¿Cómo conoció a la familia Galdes?
Esery Mondesir: Los conocí en el verano de 2011. Fui a Cuba de vacaciones pero la idea era conectarme con gente que estuviera del otro lado de la cerca del ressort. Por eso me hospedé en plena Habana y allí conocí un profesor universitario, un antropólogo que me dijo “Tendrías que conocer a esos ‘haitianos’”, y pongo “haitianos” entre comillas porque naturalmente se trataba de gente nacida en Cuba. Fuimos a su barrio llamado San Antonio de Paula y fue ahí donde conocí a Silvia y a sus hermanos. Casi instantáneamente reconocí mi propia herencia haitiana en su modo de vivir. Y además hablamos en créole haitiano. Realmente me trataron como si fuera de la familia, como si fuéramos primos lejanos que se ponen al día después de no haberse visto por mucho tiempo.
Les pregunté si estaban interesados en colaborar conmigo para hacer una película. Les pareció bien y aceptaron. Volví en la primavera de 2012, me hospedé en sus casas y comencé a filmar.
C&AL: ¿Cuánto tiempo se quedó allí?
EM: En 2012 estuve sólo dos semanas. Más bien fue un período de prueba. Rodamos todos los días y obtuve un montón de material. Ellos se acostumbraron a mi presencia y a mi cámara y yo me familiaricé más con ellos y sus rutinas. Se puede ver en la película. La cámara está allí y ellos deciden mirarla o no, pero no es un objeto que les resulte ajeno. Volví en 2015 y me quedé seis semanas, ahí es cuando rodé la mayor parte de la película.
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Esery Mondesir, avance de «Una sola sangre», 2018.
C&AL: ¿Cuál es su lugar en la película? Usted no oculta su presencia y eso es algo que no coincide precisamente con las prácticas documentales que sostienen una observación tradicional.
EM: Para mí era importante posicionarme en la película de modo explícito. Porque muy fácilmente habría podido ser una película etnográfica: “Aquí está esta gente, viven así, miren cuáles son sus tradiciones y el modo en que cantan, etc.”. Ese impulso descriptivo, documental, a veces me atrae pero estaba claro que en esta obra se trataba de comunicar mi experiencia con los Galdes. La película es tanto sobre ellos como sobre mí.
Aunque no haya una narración en primera persona, mi voz está en la película. Es una voz muy tendenciosa que habla sobre quiénes son esas personas y no sobre lo que otros piensan sobre ellas; es una perspectiva muy parcial, menos fascinada por lo faltante que por la riqueza de la herencia cultural. Pienso que incluso si no se oyera mi voz en la conversación, se podría sentir mi presencia en el tipo de intimidad que surge de la imagen. Pero fue una decisión deliberada incluir a veces mi voz [en off]. También hay momentos en que ellos están cantando y se puede oír que yo estoy haciendo preguntas. Esto dice algo sobre la persona que está detrás de la cámara y sugiere que es alguien que tiene una relación específica con los participantes.
C&AL: Es interesante esa conexión profunda, teniendo en cuenta que usted estaba filmando en un país en el que no había estado antes y que no consideraba su hogar en ningún aspecto.
EM: Cuando conocí a los Galdes en 2011, era mi primera estadía en Cuba. Habiendo crecido en Haití en un ambiente muy politizado, Cuba era para mí una especie de lugar idealizado, el lugar donde había triunfado la revolución de las masas. Por eso siempre quise visitarlo. Y también sabía de los haitianos de Cuba, sobre todo por la obra de Jacques Roumain.
Cuba no era mi hogar, pero en la calle, si yo no hablaba, la gente podía pensar que yo era cubano, podían verme como un cubano negro y eso no era siempre algo positivo. Me sentí en casa cuando estuve con los Galdes, lo que fue interesante, porque me hizo reflexionar que el hogar no siempre es un espacio material. Ese es el único modo de entender el comentario de Silvia cuando en la película dice: “Soy haitiana, cien por ciento”.
C&AL: Hablando sobre el acceso a determinado espacios, ¿puede hablarnos sobre la ceremonia vudú que se vuelve un elemento principal en las secuencias finales de la película? Silvia dice “no se puede hablar de todo”, y el espectador sabe también que no todo puede ser mostrado. ¿Cómo manejó usted el acceso a ese espacio y la producción de esa escena?
EM: Esa fue la primera vez que estuve en una ceremonia vudú, así que estaba muy entusiasmado, pero yo no era la única persona presente que no tenía la sangre de la familia; había otras personas del barrio. Lo que ella explicó fue que a todos se les permite estar bajo la tienda pública, pero sólo los que ellos eligen pueden entrar para la ceremonia. Es decir que yo entré porque me lo permitieron. Para mí, filmar la ceremonia fue una gran experiencia y a la vez sentí la gran responsabilidad que sería pensar cómo la incluiría en la película.
En las primeras ediciones la secuencia concluye con el sacrificio del chivo, pero después de debatir un poco decidí cortar el momento en que se mata al animal. No quería representar la ceremonia religiosa como espectáculo que satisface nuestros deseos voyeuristas. El espectador sabe lo que va a pasar. Para ellos, eso es parte de su vida, no tiene nada de extraordinario, y así lo quería incluir en la película. No quería que fuera el clímax.
C&AL: Y lo hizo de modo muy bello, al pasar de secuencia de la ceremonia, con toda su energía, a imágenes de los hombres que vuelven al trabajo, a su rutina.
EM: Para ellos la vida es exactamente eso.
Jesse Cumming es escritor y programador cinematográfico. Vive en Toronto.
Traducción del inglés por Nicolás Gelormini