Una construcción con 200 años de historia se ha incendiado. Fue casa de familia, abrigó hitos históricos de la República y se convirtió en el museo con el acervo histórico-científico más importante del país. Ahora ya no existe, escribe nuestra columnista Keyna Eleison.
Ilustración: Marcelo D’Salete
Esta casa, el Museo Nacional, que este año conmemoró 200 años de existencia, contenía 20 millones de artículos catalogados, entre ellos el “Trono de Dahome”, regalo del rey Adandozan para el rey Don João VI. Este trono era del abuelo de Adandozan, su antepasado, el rey Kpengla. Era un regalo, no resultado de saqueos como acostumbraban los colonizadores.
Zingpo gandene (asiento del rey) era, importante resaltar, ERA, la presencia viva de un reinado africano. Este trono por sí mismo devolvía la autoridad saqueada por la historia, afirmando fundamentalmente la posibilidad de asumir nuestra cultura múltiple de manera igualitaria. A pesar de que pocas personas lo conocían, el trono estaba allí, listo para explotar, cuando alguien se acercara a él, las convicciones de la supuesta superioridad de pueblos.
El Museo Nacional, al mismo tiempo, almacenaba miles de piezas creadas por las naciones precolombinas del territorio brasileño, registros de lenguas, sonidos, pensamientos. Eran dispositivos de reconocimiento, orgullo e intercambio íntimo. El suelo nos enseñaba cómo el ojo, las manos y los pensamientos nativos son míos, son nuestros. Y la persona más antigua que pisó esas tierras que llamamos hoy de América: Luzia. Mujer, que lleva en ella toda la población que culmina en mí y en mis pares. Una mujer.
Y ahora, aquí, yace el espacio de fruición científica, histórica, académica más importante de Brasil. Se van también mis simples recuerdos de niña, la amistad con la pereza gigante, las carreras por los pasillos sin fin y los animales que ya no existen. Tocar meteoritos, sonreír para dinosaurios, querer usar joyas de escarabajos hermosos y coloridos, temer las garras de un crustáceo gigante, cantar en las salas, quedarse cansada de tanto leer, querer volver de nuevo.
No voy a poder volver de otra vez. Pero no soy sólo yo. No podemos volver. Todo está quemado. Ni las plumas de las aves raras quedarán para que yo sienta pena. Ninguna pena que lleve a que se asigne una mejor protección para este espacio, este acervo. Para mis memorias. Es una sensación egoísta incluso: yo quería seguir pudiendo estar allí. Y por eso lloro, lloro por el Museo como quien pierde algo precioso, ya que la memoria no va a bastar.
Ahora no tengo ni el derecho de olvidar, hay que recordar cada detalle de mi intimidad con este espacio para que no muera aún más. Hay lucha. Hay luto. Ni el aire en el pulmón derecho, pues estamos llenas de humo. ¿Quién no llora por el Museo?
Esta construcción de cerca de trece mil metros cuadrados tenía cuatro vigilantes nocturnos, que avistaron el resplandor y corrieron para salvar sus propias vidas; después de todo el local está lleno de material inflamable. El suelo es de madera, tiene tapicería, material orgánico. Es como dejar sucumbir el Louvre en París, el Smithsonian en Washington o el Pergamon en Berlín. No. Es inconcebible. Pero sucedió.
¿Y el escarabajo? Nunca más. ¿Y la cortina de mariposas? Nunca más. ¿Y el trono del rey? Nunca más. ¿Y la Luzia? Nunca más. ¿Y la casa? Nunca más. Ahora ya no es más.
Keyna Eleison es curadora, graduada en Filosofía y magíster en Historia del Arte. Narradora, cantante, cronista ancestral y especialista en educación por el arte, relato de historias, obtención de conocimiento de forma oral y herencia Griot y chamánica. Escribe regularmente la columna “Para ojos que pueden ver” en C& América Latina.
Traducción del portugués de Hernán D. Caro