La retórica represiva de Jair Bolsonaro tiene efectos incluso allí donde la vida cotidiana todavía parece estar en orden. Un informe de Elisabeth Wellershaus desde el mundo del arte de São Paulo.
Interior del SESC Pompéia, diseñado al inicio de la década de 1970 por Lina Bo Bardi. © Andreia Reis/Flickr. CC BY 2.0.
Interior del SESC Pompéia, diseñado al inicio de la década de 1970 por Lina Bo Bardi. © Paulisson Miura/Flickr. CC BY 2.0.
(Este texto apareció por primera vez en alemán el 12 de diciembre de 2018 en ZEIT Online.)
Después de las elecciones de noviembre de 2018 me había imaginado una ciudad más desconsolada. Pero ahora estoy en el centro de São Paulo, aquí donde hace cuatro semanas las marchas de protesta contra Jair Bolsonaro inundaban las calles, en un centro cultural con un público que inesperadamente está de buen humor: niños de todos los colores juguetean en el mar de pelotas de plástico, los mayores reposan acostados al sol, jóvenes con dientes de oro juegan ajedrez. Adultos del vecindario pasan un rato en la biblioteca y la cantina o caminan por las salas de exposición. Entremedio, personal de seguridad simpático, que saluda a izquierda y derecha. Como si la vida en el resto del país no se estuviera saliendo de sus carriles.
El sueño arquitectónico que hizo realidad Lina Bo Bardi en los años setenta en una fábrica de barriles del barrio Pompéia de São Paulo parece no encajar con los tiempos. El Pompéia es símbolo de la apertura posterior a los años de la dictadura militar. Es símbolo de independencia artística y relación vecinal activa. Es símbolo de exposiciones y conciertos de tono crítico, de propuestas deportivas y espacio para la comunidad. Sin embargo, el nuevo gobierno ha amenazado con recortar de modo radical las estructuras del SESC, sobre todo reducir los subsidios a los creadores díscolos. A dos meses del triunfo de Bolsonaro, el SESC Pompéia ofrece una alegre escena de descanso de mediodía y justamente por eso parece ser un último grupo de indómitos.
También la exposición de la Bauhaus que me trajo hasta aquí, bauhaus imaginista (concebida por Bauhaus Kooperation Berlin Dessau Weimar, el Goethe-Institut y Haus der Kulturen der Welt) tiene como uno de sus puntos fuertes la apertura intercultural. Se trata de la relación entre la vanguardia europea y el arte indígena de otros continentes. Se trata de apertura, apropiación e intercambio. A primera vista suena a una exagerada construcción curatorial, pero luego se revela como algo terriblemente actual. En tiempos de racismo instrumentado políticamente, la valoración explícita del arte indígena puede leerse como toda una declaración. Y la situación de los artistas brasileños de la actualidad parece asemejarse de modo ominoso al destino de muchos artistas de la Bauhaus. En vista del programa cultural anticomunista de Bolsonaro y las “amenazas de limpieza” que hizo a sus adversarios, el pasado europeo y el brasileño resultan incómodamente cercanos.
Si se observa mejor, resulta que también aquí en el SESC la retórica populista de Bolsonaro y su Partido Social Liberal (PSL) ha tenido efecto. Cuando me quedo junto a dos estudiantes guías frente a una vitrina con fotos de Hannes Meyer, de pronto adoptan una actitud muy discreta. Me hacen saber que Meyer era arquitecto y director de la Bauhaus, pero omiten su postura comunista, que le costó el cargo. Cuando les pregunto por ese tema, miran a su alrededor con recelo. Sólo cuando parecemos estar solos, cuentan que prefieren no tocar el tema ante los visitantes. Que ya en la campaña Bolsonaro agitó los ánimos contra todo lo que fuera de izquierda. Dicen que tienen miedo de que los visitantes los filmen diciendo algo “equivocado”. Igual que los docentes, que ahora se sienten inseguros por culpa del programa “Escuela sin partido”, que llama a despolitizar las ciencias sociales. Los estudiantes cuentan que en las etapas previas a la elección en algunas universidades se prohibieron eventos a favor de la democracia. Y también lo que hizo uno de ellos cuando vio en el metro a tres jóvenes que llevaban banderas con la esvástica, a saber: nada. “Cuando quise denunciarlo, me dijeron que tenía que registrarme online”, dice el estudiante. El temor a que en estos tiempos su postura política se hiciera pública en Internet le impidió actuar.
Sus miedos coinciden con reacciones que se dan dentro de la escena artística. En la casa de enfrente del proyecto Bauhaus se inauguró hace poco una exposición que aborda críticamente la historia de los medios en Brasil. En el centro del espacio hay colgado un enorme retrato de Lula. “Estábamos seguros de que en muy poco tiempo estaría en el piso delante de nosotros hecha pedazos”, cuenta la curadora Anna Maria Maia. La imagen todavía esta allí. Pero el miedo avanza en todas las direcciones. De pronto una integrante de una institución cultural alemana se preocupa porque su abuelo fue secretario del Partido Comunista; su compañero de trabajo, porque tal vez los pantalones de colores revelarán su condición de gay. Los artistas apagan los celulares cuando hablan de política, y los sponsors retiran el apoyo si consideran que se hieren los “valores tradicionales”. Entre tanto, los partidarios de Bolsonaro difunden en las redes sociales teorías conspirativas sobre los peligros de una izquierda internacional. Persiguen una política clientelista rigurosa y dan la impresión de querer frenar del modo que sea los tímidos intentos de redistribución del Partido de los Trabajadores.
Las cosas se pondrán desagradables… para todos
Al día siguiente voy en bicicleta por un bonito barrio de artistas camino a la siguiente exposición. También Vila Madalena parece ser una especie de refugio a la que la nueva realidad va llegando sólo paulatinamente. Hasta hace algunos años, las coloridas casas del barrio eran punto de reunión de la escena alternativa y artística. Ahora ademas son símbolo del São Paulo de buenos ingresos que se protege contra los males de las periferias urbanas. Es verdad, cada vez hay más casos de partidarios de Bolsonaro que cometen agresiones en teatros alternativos, galerías o bares gays. Pero para los ultraconservadores el verdadero enemigo parece estar en la precariedad de los barrios periféricos. En esa parte de la población que podría resultar una amenaza para el centro urbano y su bienestar.
“En realidad aquí vivimos en una burbuja”, dice un politólogo amigo que vive en el barrio. Al parecer, allí los recortes sociales, los ajustes en los programas educativos o en las acciones afirmativas tendrán efectos limitados. Al menos la vida que transcurre entre el supermercado ecológico y los cafés hipsters se asemeja de modo sorprendente a la que llevo en mi barrio de Alemania. No puedo sino darles la razón a los artistas, curadores y militantes LGBT cuando hablamos sobre la nueva derecha, las prácticas invasivas de seguimiento en las escuelas –que en Alemania también están de moda en el partido Alternative für Deutschland (AfD)– y sobre la creciente diferencia entre periferia y centro. Intento entender qué se siente cuando el propio ambiente sufre una amenaza tan intensa. Y me pregunto cuánto tiempo más seguirá a salvo el bienestar de mi tierra natal, Alemania.
Elisabeth Wellershaus nació en 1974 y vive en Berlín. Es periodista y, entre otra actividades, redactora de la revista de arte Contemporary And (C&). También integra la redacción del suplemento “10 nach 8” de ZEIT Online.
Traducción del alemán de Nicolás Gelormini