Pues bien, cuando llegamos a la casa de Pixinguinha, en el suburbio de Río de Janeiro, mientras Muniz hacía la entrevista, yo caminaba por el jardín rompiéndome la cabeza mientras pensaba cómo haría el retrato. Era un lugar sin muchos atractivos, simple y cimentado, pero con un gran árbol de mango al fondo. Cuando la entrevista terminó, llegué y le pregunté a Pixinguinha –que, por cierto, estaba en piyama–, si podía poner su mecedora debajo del árbol.
Era un anciano, y también una celebridad de la música brasileña, pero al mismo tiempo un hombre muy simpático. Inmediatamente, se apuntó. En el patio, hice un giro de 360 grados y hice clic, en 36 imágenes de él en varios ángulos. Vale decir que, en aquel momento, a pesar de toda la importancia de esas personalidades para la cultura brasileña, no eran vistas con el debido respeto que merecían. Diría, incluso, que eran tratadas con desprecio, como si fueran parte de una cultura menor, tal vez porque eran en su mayoría pobres y negras.
C&AL: En su opinión, ¿qué es lo fundamental para hacer un buen retrato?
WF: Por encima de todo, hay que tener empatía con el retratado y una buena dosis de sensibilidad. Siempre digo que cada fotógrafo tiene tres vestidos: el del «ladrón», el del «ingeniero» y el del «invisible». Al ladrón no le importa el enfoque o la estética. Todo vale, porque lo importante es robar escenas del modo que sea posible. El ingeniero dirige sus escenas con regla y compás para engrandecer el cuadro. El invisible es cuando el fotógrafo, disuelto en la multitud, capta al mundo con «tres ojos», sin que nadie lo note.