Thomas J. Lax analiza las relaciones entre la violencia racial y la importancia de su documentación.
Kerry James Marshall. Untitled (policeman) (Sin título [policía]). 2015. Polímero sintético pintado sobre placa de PVC con marco de plexi, 60 × 60″ (152.4 × 152.4 cm). Museo de Arte Moderno de Nueva York. Donación de Mimi Haas en honor de Marie-Josée Kravis.© 2016 Kerry James Marshall
Faith Ringgold. American People Series #20: Die (Serie del pueblo estadounidense #20: Muere). 1967. Óleo sobre tela, dos paneles, 72 × 144″ (182.9 × 365.8 cm). Museo de Arte Moderno, Nueva York. Adquisición. © 2016 Faith Ringgold/Artists Rights Society (ARS), Nueva York.
No pasó un mes desde que un hombre armado asesinara a cuarenta y nueve personas e hiriera a otras cincuenta y tres en una fiesta gay latina en Orlando, Florida, en junio de 2016, cuando se filmaron y empezaron a circular los videos de los crueles asesinatos de Alton Sterling y Philando Castile cometidos por oficiales de policía. Las dos grabaciones de la muerte de Sterling fueron hechas respectivamente por Abdullah Muflahi, el dueño de una tienda local y Arthur Reed, un activista, mientras que la de Castile la hizo su novia, Diamond Reynolds, en un reporte lúcido y aterrador en medio de la coerción policial y cuando Castile moría a su lado. Poco tiempo después, el video de Reynolds había sido visto por al menos 5,4 millones de personas.
La documentación de la violencia contra personas negras no es nada nuevo: desde que existen, la fotografía y el video han servido para denunciar la violencia. Pero el hecho de que los eventos recientes se retransmitieran de modo instantáneo y pudieran llegar masivamente a nuestros dispositivos de mano produjo una respuesta general y protestas en todo el país, al punto que los gobernadores de Luisiana y Minnesota propiciaron una investigación de violación de derechos civiles del Departamento de Justica y el entonces presidente Barack Obama recordó a los Estados Unidos que “tenemos una historia difícil y aún no hemos salido por completo de ella”. Pocos días después, el 7 de julio de 2016, un francotirador afroamericano que había servido en Afganistán en el ejército de reserva, mató a cinco miembros de las fuerzas de la ley, durante una de las protestas realizadas bajo la consigna Black Lives Matter (“Las vidas negras importan”) en Dallas.
Mientras que The Guardian registró 136 víctimas negras de asesinatos policiales sólo desde comienzos de 2016, las impactantes imágenes posteriores se convirtieron en un acicate para políticos, activistas y artistas. Algunos respondieron a través de las redes sociales subiendo fotos de la bandera que en 1930 la NAACP colgó afuera de su sede de Nueva York para denunciar públicamente un linchamiento. Esos posts no sólo establecieron una conexión entre aquel momento histórico y la historia de la violencia estatal contra la gente negra en los Estados Unidos sino que también recuerdan la campaña de panfletos antilinchamiento de aquella organización que a menudo difundió fotografías de los linchamientos, recuperando el poder de las imágenes como herramienta para actuar contra la violencia estatal. Otros colgaron en la red el cuadrado liso de color negro que se vio muchas veces después de los asesinatos policiales, como diciendo que no hay imágenes que puedan capturar la dimensión de la crisis y que la foto del cuerpo negro que sufre es parte del control sobre la gente negra. ¿Pueden acaso las imágenes agravar el problema?
En el mejor de los casos, las fotos –en Instagram o en un museo– pueden ofrecer un espacio de mediación y cambio donde puedan convivir la indignación, el miedo y la ambivalencia. Algunos artistas responden a los documentos de la muerte ofreciendo una alternativa a las actitudes de mirar para otro lado o clavar la vista en la truculencia de las noticias. Otras veces, la importancia de una obra de arte puede cambiar, especialmente cuando entra a formar parte de una colección o institución. Cuando abandona el lugar original en que fue hecha, adquiere significados suplementarios, uniéndose a otras obras y a nuestro banco público de imágenes a medida que ocurren nuevos eventos y va pasando el tiempo. A continuación presentaremos tres obras –todas recientes adquisiciones del MoMA de Nueva York– de artistas contemporáneos que respondieron al racismo contra los negros en un período iniciado hace más de cincuenta años.
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Todos los derechos reservados / Steffani Jemison. Escaped Lunatic (Lunático fugitivo) (fragmento). 2010–2011.
En el video de Steffani Jemison The Escaped Lunatic («El lunático fugitivo», 2010-2011), una constante corriente de gente negra cruza la pantalla, corriendo, saltando, rodando por las calles de Houston. El video toma prestada su estructura narrativa del cine de comienzos del siglo XX –más precisamente, del género de la persecución–, que a menudo presentó a los afroamericanos en la huida de diferentes formas de autoridad. Al filmar la obra con un equipo de parkour de Houston cuando ella vivía en la ciudad, Jemison combina una estructura del cine temprano con un escenario contemporáneo y hace una valiente referencia a las condiciones injustas de la vida urbana de la gente negra a través del tiempo. Dicho de modo sencillo: la obra de Jemison le recuerda a este espectador que los negros son percibidos como fugitivos sin importar si están corriendo o simplemente alzan las manos.
Recientemente, mientras volvía a ver las figuras que se mueven por la imagen digital, recordé una vez más la muerte de Israel Leija, sujeto de otra carrera a toda velocidad el mismo año que Jemison comenzó su video. Leija, que tenía una orden de arresto por una violación menor a su libertad condicional, evadió la detención huyendo en su auto y las autoridades pusieron pinchos en las salidas de la autopista. A pesar de la certeza de poder atrapar a Leija, el agente de la policía de Texas Chagrin L. Mullenix le disparó seis veces, lo mató y luego de eso presumió con orgullo: “¿Acaso no fui proactivo?”. (A mediados de 2016, en un fallo sin firma, la Corte Suprema de los Estados Unidos revocó la decisión de un tribunal y le otorgó inmunidad a Mullenix; la jueza de la Corte Suprema Sonia Sotomayor disintió con el fallo en una declaración que criticaba al máximo tribunal). El video de Jemison también muestra una persecución, que parece inevitable, de gente negra; uno puede imaginar, sin embargo, que los vuelos de sus figuras son escapes a un lugar que, aunque nuestra vista no lo alcance, no por eso es menos real.
Con sus medidas de 182 x 365 cm, American People Series #20: Die («Serie del pueblo estadounidense #20: Muere») (1967), de Faith Ringgold, es una pintura monumental, un documento de su época y de la perduración de los temas que aborda. Obra final de una serie inspirada en diversos íconos modernos, incluidos el Guernica de Pablo Picasso, los murales geométricos abstractos de Josef Albers y la pinturas negras monocromáticas de Ad Reinhardt, Die representa la culminación en la búsqueda de lo que la artista llama “una estética negra”.
La tela –un baño de sangre sobre un fondo de escala de grises– describe una escena desenfrenada en la que un montón de arquetípicos hombres, mujeres y niños blancos y negros están enredados en relaciones construidas simultáneamente a partir del conflicto y el cuidado. Curiosamente, sólo dos personas (una negra, otra blanca) sostienen armas, pero todos parecen estar heridos, lo que implica que la gente a ambos lados de la línea del color son víctimas potenciales de la violencia racial, que puede tomar muchas formas. El cuadro de Ringgold, en el que las figuras están vestidas con traje de oficina, sugiere que las tensiones raciales no son sólo propias de la guerra callejera, lo que hoy llamaríamos microagresiones: esas formas cotidianas, aparentemente fugaces, de discriminación verbal y conductual que contribuyen a crear ambientes violentos para la gente de color en todas las clases y segmentos de la sociedad. Si la artista manifestó su preocupación porque Die pudiera ser profética para su época, la obra mostró una anticipación de mucho más alcance.
Digamos claramente cuáles son las resonancias actuales de la obra de Ringgold: al igual que el cuadro condena con su escena a todos esos trabajadores de cuello blanco, con sus trajes y vestidos, nosotros debemos interrogar a las instituciones profesionales en las que terminamos siendo parte de una amplia cultura antinegra.
Kerry James Marshall, conocido por sus pinturas de grandes dimensiones en las que personajes negros de tonalidad carbón están en un bar o se aman o disfrutan de alguna de las comodidades de la African American life, terminó su Untitled (policeman) («Sin título [policía]») en 2015. Allí, un policía negro con una insignia de Chicago en su sombrero está sentado sobre el capó de su auto bajo la iluminación nocturna de un estacionamiento. La mirada está dirigida a su propio espacio y se aparta del espectador. Tiene una mano apoyada en la cadera y la otra en el regazo. Autoritario y contemplativo a la vez, resuelto e indeciso, no es un tipo simple –por ejemplo, el policía negro como símbolo contradictorio del poder y la falta de poder–. Más bien, el semblante pensativo con que Marshall retrata a este policía revela a una persona en medio de reflexiones sobre las circunstancias en las que se encuentra.
Al ver las imágenes del jefe de policía de Dallas David O. Brown, con la cabeza apoyada en una mano durante un servicio religioso que se hizo el viernes, fue difícil no pensar en él como un avatar de la representación que hace Marshall, un hombre negro que intenta arreglar una institución vista por muchos en este país como estructuralmente racista. De hecho, Brown –afroamericano, cuarta generación nacida en Dallas, luchó por mayor transparencia en las fuerzas de la ley de Dallas antes de la muerte de Michael Brown en 2014– tiene su propia y compleja historia personal de violencia policial: perdió a su antiguo compañero en el cumplimiento del deber, a su hermano en un crimen violento, y a su hijo después que éste matara a un oficial de policía y a otra persona.
Pero ¿qué hacemos que vaya más allá del dolor público por Brown? ¿Qué pasa cuando el policía de Marshall termina de reflexionar? ¿Qué hay más grande que los efectos de estas adquisiciones del museo? Tengo fe en que la huida y el escape de Jemison, la sensación de banal omnipresencia de la violencia racial en el cuadro de Ringgold y el retrato de Marshall de una figura de autoridad vejada no sólo sean escenas para contemplar. Tal vez influyan en nuestros lenguajes visuales y acrecienten nuestra capacidad de imaginación social. Por ejemplo: el oficial de Will Marshall se levanta del auto para desenfundar y entregar el arma a la que apuntaba su mano derecha… ¿Otro monocromo negro y rectilíneo en el horizonte del capó del auto? ¿Podemos llegar a ese lugar cercano al que huyen uno tras otro los sujetos de Jemison? Aunque esas obras muestran algo en su momento de crisis, hay un espacio en el que quizás podamos corregirnos y dar la bienvenida a lo desconocido. Analizando y actuando juntos, quizás continuemos la buena lucha en pos de ese amor difícil que seguimos necesitando.
Gracias a Elizabeth Alexander, Morgan Bassichis, Jocelyn Brown, Stuart Comer, Leah Dickerman, Adrienne Edwards, Darby English, Thelma Golden, Che Gossett, Kathy Halbreich, Saidiya Hartman, Rujeko Hockley, Laura Hoptman, Naomi Jackson, Ana Janevski, Steffani Jemison, Kellie Jones, Carolyn Kelly, Glenn Lowry, Kerry James Marshall, Helen Molesworth, Faith Ringgold, Lanka Tattersall, Ann Temkin, Akili Tommasino, y Andrew Wallace por las sugerencias, las continuas conversaciones o sus textos sobre estos temas.
Este ensayo se publicó por primera vez en MoMa/MoMa PS1 Blog.
Thomas J. Lax es curador asociado del Departamento de Medios y Performance del MoMA, Nueva York. Lax entró al MoMA tras trabajar siete años como curador asistente en el museo The Studio de Harlem.