Entonces comenzó una relación que también determinaría la inserción de Abel en el mundo del arte. Carlos, cuyo apellido Rodríguez él adoptó al elegir su nombre occidental, lo animó a dibujar para mantener vivos los recuerdos. Este estímulo aumentó después de un proceso diaspórico traumático: en los noventa, Rodríguez tuvo que dejar su región natal para huir del conflicto armado que se había extendido en su país y estaba devastando los recursos naturales de la región. Desde entonces, Rodríguez vive con su familia en una zona suburbana de Bogotá, aunque mantiene el contacto con la selva.
Es difícil encontrar en otros artistas obras que, como las de Rodríguez, transmitan información precisa sobre un ecosistema dado y al mismo tiempo aporten consciencia a un público más amplio a través de su valor artístico. Incluso ejemplos muy conocidos en Occidente, que combinan valor científico con escritura literaria, se diferencian de la obra de Rodríguez en que son, a todas luces, acercamientos desde la perspectiva blanca.
Especialmente en la botánica, una ciencia que nació en conexión con el imaginario colonial, recientemente comenzó un importante debate sobre clasificaciones y nomenclaturas científicos o populares del reino vegetal que están cargadas con prejuicios raciales, patriarcales o religiosos (judía errante, costilla de Adán o shameless Maria [alegría del hogar, lit. María impúdica] son algunos ejemplos populares). Este debate, por ejemplo, fue la base para la muestra Botannica Tirannica (Botánica tiránica), que hizo el año pasado la artista e investigadora Giselle Beiguelman en el Museo Judío de San Pablo. Utilizando imágenes hechas con Inteligencia Artificial , creó nuevas combinatorias que cuestionan los estándares de la nomenclatura y generan, en palabras de la artista, una especie de “ecosistema de una ciencia ambulante, donde lo híbrido comienza a florecer”.